lunes, 14 de julio de 2008

Mi segunda experiencia

La segunda experiencia fue tan desastrosa como la primera, o incluso más, ya que esta vez no ignoraba lo que podía pasarme y que efectivamente pasó.

Tras largo tiempo pensando en los pros y los contras de acudir a las prostitutas, me decidí. Elegí la Casa de Campo. Fue justo el último fin de semana antes de que la cerraran al tráfico por la noche. No he vuelto a ir. No, no es cierto, volví. Volví para encontrarme con los coches de la policía en las entradas. Hace poco que me he enterado de que las chicas siguen allí por el día y en las entradas por la noche.

Tras dar una vuelta con el coche y ver a las chicas me decidí sin demasiado criterio (mis gustos son muy amplios) por una rubia. Resulto ser rumana. Cobraba 20 euros por el polvo y 10 más por el francés. Esta vez me decidí por lo simple: 20 euros.

Aparqué el coche unos metros más allá de donde la había recogido. El sitio no era precisamente el paraíso de la intimidad, cosa que ya empezó a ponerme nervioso, un nerviosismo que literalmente me hacía temblar, aunque la causa principal de los nervios era simplemente el hecho de enfrentarme desnudo a una mujer.

Pasamos al asiento de atrás, se quitó el tanga, se subió la minifalda, me pidió el dinero y después de dárselo sacó de su bolso un condón.

Según me lo estaba poniendo mi nerviosismo iba en aumento y ya sabía lo que iba a pasar. No recuerdo si después de ponérmelo empezó a chupármela para endurecerla o si directamente se sentó sobre mí. El caso es que sin llegar a hacer nada me corrí.

Tampoco ésta accedió a darme una segunda oportunidad gratis. Seguramente serían los 20 euros más fáciles que había ganado en toda su vida, o al menos en esa noche.

Así que jodido, triste y cabizbajo, me marché de allí intentando asimilar lo que había pasado. Pensando en ello durante los días siguientes llegué a la conclusión de que la causa de mi eyaculación precoz eran los nervios que me producían esas situaciones, sin intimidad, sin calor... Esa era parte de la verdad, pero no toda la verdad como posteriormente descubriría.

Necesitaba encontrar un sitio tranquilo, un burdel en el que no tuviera que estar pendiente de quién pasaba al lado. Mi tercera experiencia fue, entonces, en una casa de citas.

martes, 8 de julio de 2008

Sobre mi (II)

La segunda experiencia como cliente en el mundo de la prostitución llegaría 18 años más tarde.

Entretanto he vivido una sucesión alternante de vergeles y desiertos sexuales, predominando estos últimos: largos y anchos, inacabables desiertos, quizá generados por mis propios miedos e incapacidad.

18 años en los cuales he tenido tres novias. Tres años estuve con la que más duró. Y el resto un completo desierto. Aunque con todas (las tres) tuve relaciones sexuales, sólo hice el amor con una de ellas.

Y no es que me lleve mal con las mujeres, creo que incluso les caigo bien. Pero... Soy incapaz de seducirlas. Soy lo que denominan "un buen amigo".

¡¡¡ Y un huevo !!! No quiero ser "su amigo", o si lo soy, como dice la canción "quiero ser algo más que eso": amigo con derecho a... Nunca quise ser su amigo. Pero tampoco tuve huevos a mandar a ninguna al carajo, aunque a la mayoría no les declaré mis intenciones. Un puto desastre.

¿Y todo por qué? No lo sé, pero supongo que por un conglomerado de razones:
-porque tenía miedo al rechazo, por supuesto
-porque no quería que mi círculo se enterara de que iba tirando los tejos a todo lo que se moviera (cosa que solo se produciría si de hecho los hubiera ido tirando)
-porque respetaba a las mujeres, ya que no eran meros objetos sexuales, sino personas, amigas, compañeras.
-porque nunca he mostrado seguridad en mi mismo, ni gran entusiasmo por nada
-porque no soy guapo, ni rico...
-porque no tenía trabajo, ni vivía solo.

¿Queréis más razones? Las iré apuntando.

También he de decir que nunca puse mucho interés en los ligues de por la noche, en los bares y fiestas. Prefería conocer a las chicas y luego quedar con ellas otro día, cosa que pocas veces llegaba a suceder, o que de suceder tampoco llegaba a nada. No obstante, esa preferencia puede que contuviera un elemento de miedo distinto al miedo al rechazo, miedo al ridículo, etc., era un miedo referente a mi propia capacidad sexual una vez llegado el caso, si llegaba.

Y no se trataba de un miedo infundado.

De esas tres chicas fue con la primera con la única que llegué a follar, si es que se puede llamar "follar" a meterla, hacer tres movimientos y correrte. Sólo recuerdo un polvo en condiciones con ella. Y ella, por supuesto, no tenía la más mínima culpa. Es más, era bastante comprensiva e hizo mucho por ayudarme. Yo era, pues, un eyaculador precoz.

Quizá todavía lo sea. A veces me pasa. Pero al menos ahora soy consciente de por qué me pasa.

Pero decir que soy, o era, un eyaculador precoz, es ponerme una etiqueta, no es solucionar nada. La solución estaba, está, en observar bien lo que uno hace, lo que siente, comprenderlo e intentar cambiar esas pequeñas cosas, esos pequeños fallos.

A la postre no es más que lo que te vienen a decir todos los libros y revistas sobre el tema (eyaculación precoz e impotencia, que no era mi caso): que te tomes con calma las cosas. Si bien, las cosas a veces no pueden tomarse con calma: no cuando los padres pueden llegar en cualquier momento, no cuando puede aparecer cualquiera tras las ventanillas del coche, no cuando sólo tienes la media hora a que te dan derecho los 50 euros.

Mis relaciones sexuales con la segunda novia que tuve fueron bastante satisfactorias, salvo por el hecho de que no hacíamos el amor (ella no quería). El resto estaba muy bien y mi aguante era aceptable. El problema estaba en mi coco.

Con la tercera también fue todo bien, salvo por el hecho de que yo, ya más consciente de mi problema, me negué a follar con ella hasta que no estuviera más acostumbrado a sus encantos, los cuales me permitía degustar, del mismo modo que yo se lo permitía a ella. Sin embargo, la relación fracasó por otros motivos antes de que llegase la costumbre.

Ahora, tras un año de acudir a los servicios de las profesionales (algunas más que otras) he descubierto el origen de mi problema con la eyaculación precoz: son los nervios. Cuando me pongo nervioso, me corro. Nervios, se entienden, relacionados con el sexo. No me corro cuando voy andando por la calle y alguien me toca las narices. El problema con las prostitutas es que hay muchos aspectos y ocasiones para ponerte nervioso: en primer lugar el tiempo apremia, a veces el lugar no es el más adecuado, a veces la chica quiere terminar rápido...

Bueno, la cuestión es que tras ese largo período, ya que no podía hacer el amor con chicas "normales", o de modo "normal", no tuve más remedio que introducirme en este mundillo. Un mundillo donde la gente también es "normal".

domingo, 6 de julio de 2008

Mi primera experiencia

Así, pues, 18 ó 19 años y sin haberme comido un rosco, sin haberla metido.

Posteriormente comprendí que tampoco era tan importante el coito, que al fin y al cabo se trataba de una práctica que la sociedad me había metido en la cabeza, una práctica que debía iniciarse en la adolescencia y llevarla a cabo cuantas más veces mejor a lo largo de la vida: cuantas más veces lo hicieras, más hombre serías. Posteriormente me hice esta pregunta: ¿acaso el valor de un hombre se mide por la cantidad de polvos que echa? Obviamente, la respuesta era NO.

Pero por aquel entonces la respuesta era sí, era la respuesta a una pregunta no formulada, la respuesta a un deseo.

Y por aquel entonces sólo conocía lo que se veía cuando salía por el centro: las chicas de la calle Montera. Y a la calle Montera fui.

Eran las Navidades del 89 o 90, no me acuerdo, quería darme a mí mismo el regalo de Reyes. Nervioso, me acerqué a la primera joven y delgada que vi (por entonces mis gustos coincidían o más bien eran producto de los estereotipos sociales), una chica española: un polvo por mil pesetas. De acuerdo.

Subimos a un piso de la calle Jardines, probablemente. A una fría y sórdida habitación. No hubo palabras amables, no hubo besos... No hubo nada.

"¿Quieres un francés antes?" Me preguntó. "Vale", contesté. "Entonces son quinientas pesetas más". "Ok". "Y veinte duros más por el condón, parezco una máquina de sacar dinero, ¿verdad?".

Me quité los pantalones, me quité los calzoncillos; y me iba a quitar el jersey cuando me dijo, "no te lo quites, hace mucho frío".

Sí, yo estaba temblando, pero probablemente fuera de nervios, de miedo, más que de frío.

Me recliné. Cogió mi flácido miembro y se lo llevó a la boca. Acto seguido, incapaz de controlarme, sin que se llegase a ponerse dura, me corrí.

Evidentemente se mosqueó.

"Bueno, vísteté, ¿no?". Me dijo cuando terminó de enjuagarse la boca.

"Pero si no hemos echado el polvo". "Mira, cuando el tío se corre, se acaba todo".

En fin. Nunca he sido muy amigo de las discusiones. Y menos iba a discutir dentro de esos ambientes. Así que me dije: "Esto te pasa por gilipollas". Y me fui.

¿Hasta qué punto marcó esta experiencia el resto de mi vida sexual? No lo sé, pero puede que bastante. Intentaré reflexionar sobre ello el próximo día, cuando hable sobre mí (parte 2).